El Libro – José Enrique Rodó

José Enrique Rodó

¡Qué inmensa y varia vida, qué inmensa y varia fuerza, en ese mundo de papel liviano, subido sobre el mundo real, como sobre el caballo el jinete!

Hay el libro movedor de revoluciones; el libro conductor de multitudes; el debelador de tiranías; el evocador y restaurador de cosas muertas; el que publica miserias ignoradas; el que constituye o resucita naciones; el que desentraña recónditos tesoros; el que avienta fantasmas y melancolías; el que levanta sobre las aras dioses nuevos.

Hay el libro que, hundido, como un gigante en sopor, bajo el polvo de los siglos, se alza un día a la luz y con el golpe de su pie estremece al mundo. Hay el libro donde está presente el porvenir, la idea de lo que ha de trocarse en vida humana, en movimiento, en color, en piedra.

Hay el libro que se transforma a la par de las generaciones, inmortalmente eficaz, mas nunca igual a sí mismo; el libro de que se puede preguntar: “¿Qué sentirán, leyéndolo, los hombres de los tiempos futuros?”, como se puede decir: “¿Qué sentirán, aún no sentido por nosotros, ante una puesta de sol, o ante la sublimidad del mar y la montaña?” Hay un libro cuyo nombre permanece, significativo y arrebatador, como una bandera que ondea en las alturas, cuando ya pocos leen en él otra cosa que el nombre.

Hay que salva a un pueblo del olvido, o de ver rota su unidad en el tiempo, o de que le sea quitada su libertad; y el que multiplica, en la red del miserable, los peces; y el que apacienta los dulces sueños, gratos al alma del trabajador y a la del príncipe: los sueños: suave, balsámico elemento, del que necesita también el orden del mundo.

Pero aún hay otro género de libros, por el cual lo que ese frágil y maravilloso objeto tiene de instrumento de acción, de energía manifiesta en lo real, obra en más hondos talleres de la vida; y es el libro modelador de caracteres, artífice de la voluntad, propagador de cierto tipo de hombres; aquel que toma, como un montón de cera, una o varias generaciones humanas, y con fuerza plasmante las maneja, entregándolas a las vías del mundo marcadas de su sello invisible y perdurable.

Grande instrumento de reforma interior es el libro: pero no principalmente por su eficacia intelectual y el poder de convicciones que atesore, sino por su intensidad en el sentimiento y en la imagen, no principalmente por lo que argumenta sino por lo que conmueve; no principalmente por su luz, sino por su calor y su vida, y por lo que hay en él de voluntad subyugante y de la hechicería del corazón; no principalmente por la fuerza propia de la idea, sino por la virtud que la idea, pintada y animada, adquiere para tocar los resortes con que se despierta la emoción y se provoca el movimiento.

Acaso nunca hubo libro de abstracto y frío filósofo que, sin interposición de otros libros, hiciera modificarse un alma humana; pero la doctrina se convierte en fervor y redención, o en vértigo y locura, cuando el artista la suelta a los vientos de la vida; y artista llamo aquí a todo el que con sus escritos, su prédica o su ejemplo, viste de hermosura y claridad una idea.

Una doctrina nueva es como el verbo de un Dios, que, para revelarnos su ley, precisa tomar cuerpo en carne humana, y andar, vivo y tangible, entre nosotros, y hablarnos con parábolas, y hacernos llorar con su pasión.

Esto es el libro del artista, cuando junta un designio ideal a su belleza: la vida y la pasión de una idea encarnada para revelársenos.

No hay concepto intelectual que por sí sólo nos mueva a la práctica y la acción ni que, sin el auxilio de la imagen, nos enamore. Cuando el místico siente necesidad de defender la idea de lo infinito y eterno, objeto de su amor, de la competencia de los bienes terrenos, reales y sensibles, ha menester prestar a aquel supremo, indeterminado bien, una forma imaginaria, un divino cuerpo, que humille y oscurezca la belleza de las cosas del mundo.

Tal es la visión del extático; y el arte la reproduce, para cada idea, en cada uno de nosotros, encendiéndonos en la fe y el amor de un pensamiento que arranca de la obscuridad de la abstracción y levanta sobre el altar donde se le ofrenda la oración y el sacrificio
José Enrique Rodó, escritor y político uruguayo.

Extraído del libro El Camino de Paros (1918).

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