Un millón de Amigos


Guillermo Ares
Después del punto y aparte sigue una página en blanco que deberá ser escrita otro día y tal vez en otra parte. Es la incógnita sorprendente de todos los momentos en la vida de alguien que quiso ser periodista y nunca sabrá si llegó a serlo.

Mi abuelo decía que los periodistas tenemos un gran defecto, que no es otro que el defender todas las causas menos la nuestra. Eso lo dijo allá por 1926, cuando era jefe de Cables en La Razón de Buenos Aires y la capital argentina contaba ya con el famosísimo Círculo de la Prensa, que fue, posiblemente, la primera organización gremial que reunió en su seno a los grandes maestros de los medios impresos de la Argentina y no pocos del Uruguay, que integraron una suerte de élite intelectual a la que no se ingresaba fácilmente, ya que no era suficiente recomendación trabajar en un periódico para ser socio del Círculo.

Los periodistas del tiempo de mi abuelo se formaban en los diarios y revistas. No había como ahora cursos universitarios sobre el tema ni títulos válidos para conducir al postulante a una sala de redacción; cuando mucho, se daba cierta preferencia a los egresados de la Facultad de Filosofía y Letras, y con el bachiller cumplido se podía aspirar a cronista o redactor, siempre y cuando se tuviera vocación. Así se formaban los maestros de esta profesión, actualmente amparada en todo el mundo por legislaciones apropiadas que reglamentan la profesionalidad de los comunicadores de esta sociedad regida por la información, el diálogo y la opinión.

De aquellos viejos maestros rescatamos lo mejor de sus enseñanzas cotidianas. Las metimos en una gran licuadora junto con los cursos de periodismo y los avances tecnológicos e hicimos con los maestros de antes y los de después un licuado de incógnitas que debimos develar todos los días ante los acontecimientos que no figuran en los libros ni se explican en las cátedras. Pudimos ser eficientes en mayor o menor medida, pero llegamos a la edad de jubilarnos con la seguridad de haber cumplido con nuestra aspiración de ser periodistas y, como decía mi abuelo, con la satisfacción de haber defendido todas las causas menos la nuestra.

Los que nos enseñaron a trabajar en esto – nunca supimos bien si lo habíamos aprendido – decían que a nadie le interesa nuestra propia historia. Pluralizar siempre, escribir en primera persona lo menos posible. Nunca hacer un mundo de nuestro mundillo de entrecasa. Eran premisas, cánones, fórmulas extraídas de antiguas experiencias siempre válidas y constantes, siempre renovadas y latentes. ¿Qué les importa a ustedes lo que pudo haber dicho mi abuelo? Más les interesa que la esposa del futbolista haya pedido el divorcio o que Cayetano Ré quiera volverse a España para ser D.T. del Real Madrid. Hablando de eso, a ustedes les puede valer muy poco que yo me jubile y me vaya a vivir a Madrid; pero eso es lo que me ocurre ahora y no sé cómo decirlo para que parezca una noticia y que no hable de mí.

Podría contarse la historia de alguien que ingresó como mandadero de un vespertino porteño y de pronto comenzó a escribir y dibujar por la mañana, y a estudiar por la tarde y la noche, y fue creciendo y creciendo en su afán de ser tan sólo un periodista como lo eran aquellos colegas mayores que hablaban de la guerra del catorce y del cometa Halley – el de 1910, se entiende -, de Maurice Chevallier y de Mata Hari. Aquellos que nunca se jubilaron porque el Círculo no era para los trabajadores de la prensa sino un club para periodistas con un panteón donde sepultaron a mi abuelo, cosa que a usted tampoco le interesa.

Podría describirse la trayectoria de un mozalbete inquieto y muy curioso, que servía para todo en las redacciones. Sustituto obligado de cuanto cronista salía de vacaciones, alumno indispensable de cuanto curso tuviera algo que ver con el tema, habitual contertulio de políticos y artistas, de ladrones y policías, de deportistas y de viciosos, de mujeres perdidas y encontradas, amigo de la serenidad y el entusiasmo, como casi todo periodista con alma de pájaro y curiosidad de viajero. Como mi abuelo, que está demás de esta historia porque es mío y lo mío no es una historia importante como lo es el hijo de “Pelusa” Maradona.

Podríamos crear un personaje. Describir a un hombre que fue periodista en varias ciudades sudamericanas y que un día fue contratado por un periódico de Asunción que se llama ABC. Vino por pocos días, pero se quedó veinte años. Nunca supo bien por qué, pero se fue quedando, al tiempo que iba cumpliendo el sueño dorado de Roberto Carlos, que es el de tener un millón de amigos y a todos ellos poder cantar. Claro que, como decía mi abuelo, yo no sirvo para cantar. Lo dijo cuando vino de España. Yo lo digo ahora que estoy por irme a España. Eso a usted tampoco le interesa. Le importaría si mi abuelo hubiera sido Tito Schipa y yo Alberto de Luque. Pero no. Los periodistas nunca seremos noticia.

Es así, los periodistas no debemos ser noticia, no debemos estar en la historia ésa que redactamos alguna vez, porque somos cronistas de todas las historias menos la nuestra, que se resume en un montón de anécdotas intrascendentes que se cuentan en la mesa de café, cuando encontramos a algún amigo que nos escucha. De allí que uno llegue a la edad de jubilarse sin haber hecho nada más importante que aprender todos los días algo nuevo, no ya de los viejos maestros de nuestros pininos periodísticos, sino de la chipera y el panchero, que son los filósofos de nuestra amiga la calle, que los habrá en Madrid, seguramente, como los hay en todas las ciudades del mundo, porque, como decía mi abuelo, se aprende más con un guarda de tranvía que con un profesor de latín.

Esto viene a cuento porque ya sabemos que a nadie le interesa lo que dijo mi abuelo, lo que hizo mi padre, lo que opinan mi hijo y mis nietos o lo que pueda ocurrir conmigo; pero a mí me importa mucho todo lo que usted piensa y todo lo que hace, y cuanta cosa le ocurra, por pequeña o tonta que parezca. Ahora me toca poner un largo punto y aparte, o tal vez una línea de puntos suspensivos, en este transitar por tierras guaraníes, donde dejo el millón de amigos que no habrá llegado a tener el cantautor enamorado.

Simplemente porque me voy a España con mi novia de siempre a compartir la mesa de mis hijos y mis nietos, en este jubileo imaginario, en este sorprendente quehacer de todos los días que atenúa la capacidad de asombro de los que una vez quisimos ser periodistas y no sabemos si llegamos alguna vez a serlo cabal y formalmente; pero, si de algo estamos seguros, es de que lo hemos intentado.
Mi abuelo también decía que para un periodista nada hay de más importante que los lectores y, aunque no fuera noticia, tenía razón. ¿O no?
Suplemento “Correo Semanal”. Diario Última Hora. Asunción, sábado 11 de abril de 1987.-

Deja un comentario