El confesionario de la estéril satiriasis

hacer el amor

El problema era tener que verla siempre en fotografías. ¡Cuántas veces!, el viejo Gejor lamentaba su fortuna temiendo delirios inesperados. Era siempre un problema cuando la mente le jugaba una mala pasada, y llamaba Graciela a su amante Jessica. La confusión se tornaba hasta a veces incoherente, inaudita y excesivamente inentendible.

Pero resultaba que Jessica poseía las mismas facciones que Graciela: tez morena, ojos de abismo que simulaban el efecto hipnótico del café que giraba en la taza, luego de ser revuelto con la cuchara más pequeña; ese lunar tan sugerente en la parte posterior de la cerviz, tan al medio de la nuca, que se erizaba ante el menor soplo del susurro. Las piernas, el simulacro perfecto de las vías del tren que indiscretamente levantaban rieles y buscaban penetrar al centro de la estación, donde los cortocircuitos eran inevitables ante ese tremendo lío de cables y bucles, producto de los desastres naturales.

El exceso de circunloquios paseaba por la mente del triste Gejor. Todo había y todo hubo en esas mujeres de su vida; las inexplicables, las misteriosas, las asiduas y atolondradas medusas que convertían en piedra hasta a sus pequeños sentimientos. Las fotografías, ¡Cómo olvidar esas sesiones y esas tomas! Las guardaba y las reproducía eternamente en un juego de películas de 35 mm, a veces a medio andar o a velocidades insospechadas, como los fotogramas superpuestos y recortados de los primeros experimentos de Chaplin en el cine mudo. Se ponía a llorar, y decía que no había mujer en el mundo capaz de igualar a su belleza. Y Jessica lloraba también, porque sabía que nunca podría llegar a ser como Graciela, jamás siquiera se asomaría al borde del corazón atormentado del poeta que se rindió ante un simple golpe de vista.

Trató de sincronizar algunas palabras, articularlas más a las necesidades de ella, decirle lo que ella quería escuchar, pero Jessica sabía que esas palabras no iban destinadas a su ser. Lamentablemente, el amor no posó sus etiquetas ni sus falsos nombres, solamente momentos que se dispersaban luego de contemplar por instantes a la desnudez de Gejor, en las noches solitarias. Se buscaban, es cierto, porque temían verse perdidos en los laberintos de los compromisos o de las relaciones tomadas muy en serio. Es por eso que optaban por admirarse mutuamente, en el silencio de las cosas que nunca terminan por construir realmente el significado más acorde a las realidades.

Se amaban cada noche, en unas horas destinadas a los dos, en un tiempo ajeno a las singularidades y banalidades de lo cotidiano, insensible y monótono, como los transeúntes que pretenden cruzar la calle en el paso de cebra ocupado ya por los escarabajos Volkswagen o las camionetas Runner. Ese choque de realidades los obligaba a seguir callados, entre movimientos y surcos preparados por ellos mismos, entre lentos vaivenes que jugaban a la asfixia y al espasmo, poseyéndose debajo de las sábanas, la falena y la vendetta, extasiados hasta el paroxismo y al intento de yuxtaponerse en los misterios del glíglico.

Gejor amaba a Jessica, o amaba a Graciela. El problema nuevamente se posaba allí, cuando todo terminaba; en ese último suspiro del boxeador que va cayendo a la lona y esperando que el árbitro solamente llegue al ascendente diez, al condenatorio diez que ya no permite dudas ni posibilidades de un volver a empezar. El último movimiento de sus caderas, tratando de encastrar los engranajes, intentando unir las piezas del puzzle en ese conclusivo recuerdo de haber una vez sido la flor y luego el pétalo que fue perdiendo la vida y el color.

El final apoteósico de una de tantas noches, el elíxir proveniente de la vía láctea que viaja a través de los flujos de otros planetas, saludando en el idioma de los espermaovulandas. Bienvenido sea usted, que ha bebido del ánfora de la eterna vida, que es el recipiente noble e insaciable de los senos en romance. Gejor decía que los pechos de Jessica regalaban el máximo sueño de los náufragos y de los perdidos en el desierto. Jessica decía que Gejor la sometía a sus más ocultos deseos, deseos que ella permitía y se los concedía. Gejor estaba enamorado. Lo dejaba ser a cada instante.

Y luego, llegaba el final, ese enterarse que la vida iba careciendo de sentido. El mismo movimiento informe y rutinario de todos los días, recostado en la cama, observando la fotografía, estimulando el falo incesantemente, como un loco absorto del tiempo, mirando la nada de su realidad, pensando en Jessica, que fue Graciela, o Marilyn Monroe, o Kim Cattrall. Su mente navegaba por la nada, por cualquiera, por las historias que nunca fueron, por los cuentos que solo fueron cuentos, por las masturbaciones que recrearon a su tántrica “Ioni”, a su “Rosebud” ideal.

 

  1. 03. 2016

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