En el «Bar de las Confesiones»

No es una noche como las otras noches. Sin que nos demos cuenta las horas pasan sin detenerse a respirar. Ayer la primavera con sus fragancias posó su cálido rostro en nuestros corazones. Hoy, ya estamos en invierno. Pero por temor a afirmar que mi actual presente es la ruina de mi vida, quisiera pensar que estuve en inviernos peores.

Era el invierno, cuando me encontraba caminando por las azarosas avenidas sin nombres ni destinos, tratando de encontrar respuestas a las interrogantes metafísicas que tanto afligían a mi alma y a mis pensamientos. Tal pareciera que mis pies andaban solos conduciéndome a quién sabe qué tristes lugares, sin ser acaso dueño de mí mismo. Había perdido toda esperanza.

La noche, con sus estrellas a media luz cubiertas por esporádicas nubes, atravesaba como fronteras infranqueables, haciéndonos caer en la melancolía de las cosas perdidas para siempre. Solo, solo, solo, repetiría el viejo blues de otros tiempos. Las calles se asemejaban unas a otras: silenciosas por momentos, otras veces rodeadas de infames que poco sabían y podrían saber de los sufrimientos humanos. No como los que sufro.

Decidí encender un cigarrillo, mientras mi corazón había quedado en el otro rincón de la barra, en el lejano callejón donde habitan los peores males del hombre: la soledad y la tristeza. Observaba los letreros luminosos que no eran capaces de regalar una alegría a mis sueños, hasta que, sin razón alguna, llegué a una calle lúgubre que con un solo poste de luz a medias alumbrando, otorgaba un aire tenue en la noche de los cantos de luna triste.

El letrero anunciando la bienvenida al peregrino exhausto de tanto huir sin saber porqué; aquél “Bar de las confesiones” parecía el lugar perfecto para viajeros sin esperanzas como yo. Entré. Nada ni nadie podía detenerme. Quería emborracharme y olvidar el dolor.
Divisé al instante al viejo tocadiscos que en ese entonces ambientaba el lugar con acordes de jazz olvidados y vueltos al presente gracias a la buena salud de mi memoria que atesora horas pasadas. Unos cuántos rufianes sentados alrededor del cantinero, que tenía como límite de guerra a la decrépita barra, cuyas maderas carcomidas, le servían como trinchera en las constantes peleas llegado el momento de la hora de cerrar.

¡Cuántas veces habría sido testigo de golpes, duelos, asesinatos, la alargada mesa que no poseía otro pecado que el de haber callado tantas propuestas indecentes por un trago de cerveza, desparramadas en cada agujero de su ya derruida fachada! En fin, después de la apasionada alegoría a la barra, me senté en la esquina más oscura del bar.

Se acercó una jovencita con atuendo de conejita de playboy y me preguntó qué deseaba beber. Un Whisky doble en las rocas, luego una botella de vino, por favor. No es una buena combinación, advirtió la mesera. Ya nada importa, concluí la conversación. Hubiera querido repasar una y otra vez a las miradas que abundaban en cada uno de los clientes. Por un segundo pensé que todos lloraban lo mismo que yo, o cantaban las mismas canciones que yo. Pero no era así. Todos estaban tristes, pero eran sufrimientos distintos. Para mí…el sufrimiento de la vida sin amor…para ellos…el sufrimiento y el olvido de la vida misma.

Aún no lograba comprender cómo, ni por qué todo en cuestión de fugacidad pudo caerse por la borda. Nuestros sueños, nuestras esperanzas, parecen dormir y soñar hasta que despiertan y ya no encuentran nada a qué seguir aferrados. ¿Era inevitable? ¿Debía pasar? Hasta me es difícil recordar su nombre…sólo ahora. Sé que la tengo muy presente, pero quiero olvidarla… pero… ¿cómo?

Cuando la noche abate al alma enamorada y la obliga a recordar sin más remedio, surgen los rasgos de su cabellera oscura que esparcen su bálsamo en aquel universo, inserto en ese suave lado de la cama.

La sinfonía de sus reproches y alabanzas a la pálida luna por ser la más débil entre los astros. Pero la inefable aurora que pone en los amantes el intenso dolor de estar separados hacía olvidar su rencoroso estado. Sus ojos que retornaban a la luz de las cosas perdurables, como el Cielo reflejado en los lagos de la vida.

Su boca era el estuche de coral que custodiaba al intenso suspiro de las ansias todas. La melodía de su voz entonaba primorosas alabanzas de gloria. Su rostro…el solitario rostro que en su lánguido silencio daba recuerdo al beso de la luna. Todo era ella. Un sueño…una vida…un misterio hecho pétalo de rocío…que sólo buscaba al tiempo.

Jugábamos a ser estrellas contemplándose, cada noche, en los rincones del poniente. Y pensar que el nocturno de la luna hacía a nuestras pupilas más brillantes, entre los candores de un beso extinguiéndose con el fugaz viento. Delicados momentos que revelan el misterio del corazón, hoy se oponen al silencio evocando sueños ya trémulos de amor…

Dejé a mis sentimientos hablar por intervalos, cuando mi mirada distinguió a un hombre con sombrero y gabardina sentado frente a la barra, en actitud cabizbaja, como medio aletargado y medio soñoliento, sin otra compañera que una botella de whisky y un sobre grueso, que a primera vista, podría contener cartas. En sus manos los pequeños temblores anticipando algún miedo. Quizás ese sobre contenía alguna declaración inconclusa o una confesión dolorosa. Me mostré interesado y con curiosidad.

¡Es un solitario igual que yo! Dije entre lamentos y entre ánimos compartidos. Al principio no quería acercarme e importunar la soledad del herido, pero sin notarlo, ya estaba a su lado.

No hablábamos. Ninguno quería ser el primero en romper el hielo. Aún así me dediqué a mi botella de vino y él bebía a pequeños sorbos su mágico nepente.

Al fin, quebré el glacial silencio con una pregunta. ¿Por qué no lo abre? Tal vez así logre aliviar su dolor. El hombre, sin levantar la cabeza respondió: ¿Para qué? ya ha muerto toda esperanza. Comprendía que el sobre tal vez contenga una despedida llena de reproches, lágrimas, palabras de consuelo. Somos dos, amigo, sentencié. Siempre estamos solos, así debe ser, dijo nuevamente. De alguna manera lo comprendí.

Hay tiempos y tiempos. Estos encierran remembranzas y situaciones inolvidables que no podrán ser acalladas por el trajín de las horas. Momentos que perduran y ya no tienen validez en ese día a día, aunque por iniciativa propia los volvamos a insertar en el presente. A veces es mejor dejar las cosas como están, como sucede con este sobre, dijo el extraño. ¿Pero no le da siquiera un poco de curiosidad abrirlo y enterarse de los motivos de la separación?, pregunté sorprendido.

Sean los motivos que sean, a veces, existe un camino que no permite volver atrás. Podemos continuar observando el paisaje, la planicie, el horizonte, pero sólo es eso; lejanía, distancia. Y nosotros permanecemos como un punto más en la historia del mundo. La hoja al caer, sabe que ha llegado a su vida útil y el último regalo que le otorga el viento es el pasear sin rumbo fijo. Sucede con las personas en los obituarios. El último obsequio en la Tierra. Se despiden de las almas de sus seres queridos deseándoles un buen viaje, en un camino en donde no hay un retorno, ni tampoco escapatoria, culminó fríamente.

¿Por qué tanto cinismo si usted aún es joven y tiene un camino por delante? A veces pienso que uno escribe su propia historia y forja su destino, expresé.

Es difícil cortar a la raíz del pesimismo ante las reiteradas situaciones adversas que atraviesa el alma. Llega un punto en donde el dolor culmina con su trabajo al arrancar a pedazos el sentimiento dejando al corazón en ruinas, aletargado, herido, esperando la última estocada, ya resistiéndose a querer levantarse y seguir. Se llenó de esperanzas una vez mi corazón. Amé hasta hacer desbordar a mis sentimientos, como el vaso con Whisky que usted está contemplando.

Estaba cerca. Cercano a creer que la vida por fin me tenía en cuenta y me otorgaba la dicha que nunca tuve. Pero el arcano es incomprensible, las cosas poseen una máscara que cubre una sombra de nada. Nos fastidia pensar que alguien puede alterar el guion de nuestra vida por nosotros, pero de eso se trata. En la vida el guión es imperfecto. Se trata de una película con excesivos ganchos izquierdos y derechos que te mantienen en vilo, pero que tarde o temprano consiguen hacerte tambalear, y caer a la lona, sin más remedio.

No lograré conseguir que ella vuelva, por más que algunos piensen que el Universo conspiran para la realización de un anhelo. Y sé lo que hallaré en aquí. Fragmentos de nuestra vida juntos, un prólogo magistral de besos cándidos, una introducción pura que regala esa bocanada justa de serenidad. Ese nudo característico de las novelas románticas y los cuentos policiales, entretejiendo suspiros, sueños y muertes de seres queridos que son inevitables. Pero ese desenlace, no es el que uno por fin espera. Una vez más, en todo este enigma existencial, se cierra el telón sin que haya existido ese final que otorgue el triunfo al amor sobre el dolor, haciéndote pensar que jamás eso pasará en el libro de la vida.

No se trata de ser vencido por el dolor. Lamentablemente, para mí, existen almas que nacieron solamente para sufrir, concluyó. Eso era todo. Un manifiesto de palabras desesperanzadas, maltrechas y golpeadas por el inexorable destino. Lo comprendí. Un brindis entonces, amigo, por el porvenir de las almas sin retorno, dije sin ánimos de seguir con la charla.

Ni ruidos de coches, ni cláxones, ni gritos. Sólo músicas y tácitos lamentos dormían en el pequeño bar que descubrió en mí a un nuevo cliente. Languidecía y despertaba de extraños sueños que no era capaz de descifrar. Volvía a contemplarla, sus labios de fe, sus ojos inmersos en pensamientos oscuros como noches sin luces de estrellas. Todo era ella. Todo. Hasta que desperté y me encontré solo en el bar de las confesiones.

El hombre había desaparecido, pero el sobre aún se encontraba sobre la barra. Ya nadie quedaba en el bar. Quería conocer y revelar el secreto que no pudo descubrir el pobre adolorido. El sobre era pesado. Contenía una cantidad de papeles. Definitivamente  se trataban de cartas de amor, escritas por una mano femenina. Todas ellas apasionadas, sinceras. Fechadas desde hacía varios meses; de tiernas, pasaron luego a ser tristes, rencorosas, tajantes.

Y al final de cada nota escrita, se encontraba la firma de ella. La misma a quien mi ser había amado. Una tormenta atravesó mi alma confusa. Estaba apenado o alegre. Después lo comprendí. Empecé a dudar de la existencia de aquél hombre. No era más que el reflejo de mi alma que deseaba escapar de su triste verdad. Sin contar a las horas del reloj que no habían hecho pasar siquiera ningún minuto desde que pisé aquella casa de la melancolía. Ese bar, definitivamente era, el lugar en donde mis confesiones cobraban vida, tomando la forma de un extraño con sombrero y gabardina, bailando muy cerca de la barra, entre los tristes acordes del jazz.

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